El periodismo ha cambiado mucho, muchísimo en la última década. Desde que Luis María Ansón o Juan Luis Cebrián decidieron dar la vara de mando a lo que se suponía era la sávia joven del periodismo español, las redacciones no son lo mismo. Antes, en aquella gloriosa época de la transición, los periódicos contaban con buenos redactores jefes, buenos jefes de sección y redactores entregados en cuerpo y alma a un oficio al que poco a poco se ha ido convirtiendo en un «todo vale».
Pongo por ejemplo a Ansón y a Cebrián porque fueron los dos directores de los diarios más importantes de este país. Sin amarillismos, libres aunque cada uno tenía su ideología, y perfectos en su ejecución. Ansón y Cebrián defendían a capa y espada a cualquiera de sus redactores. Sí es verdad, que eran muy duros en sus órdenes y que cuando te llamaban al despacho te atacaba una especie de temblor en las piernas, pero de cara a la calle su gente era intocable. No permitían la presión política ni publicitaria pasase lo que pasase. Lo que escribía cualquiera de sus redactores, aunque fuera un simple «meritorio» (lo que ahora se llama becario) iba a misa y no era cuestionado por la dirección y mucho menos censurado o rectificado.
Como eran genios de la comunicación se rodeaban de lo mejorcito que había en el mercado. Eran sabedores de que nadie les iba a hacer sombra y querían los mejores profesionales en la nómina de sus periódicos. Muy pocos «enchufados» he visto yo en mis 35 años de profesión vagar por las redacciones y nunca había asistido a esta nueva moda que hay ahora de preguntar: «cuando voy a librar», en el caso de los recién salidos de la facultad. Aquel periodismo se llevaba en la sangre y se estudiaba en la calle pasando frío y calor, comiendo bocadillos y llegando a casa a altas horas de la madrugada con el «rotativo» bajo el brazo.
Mi anécdota con Luis María Ansón fue antológica. Resulta que se me ocurrió destapar las muchas irregularidades que estaba cometiendo un sobrino de un ex Presidente del Gobierno de España, que se lo llevaba crudito de estamentos del Estado, para financiar sus proyectos deportivos sin que nadie se atreviera a abrir la boca. Me llamó Ansón al despacho el mismo día que salió publicado y me hizo sentarme en el ante despacho, donde recibía a las visitas de «alta alcurnia». Confieso que un poco sí me temblaban las piernas, pero era una cosa muy normal. La conversación fue la siguiente:
– Ansón: «Acaba de salir de este despacho el ex presidente del Gobierno, que ha venido a pedir tu cabeza».
– Sardina: «Director, tengo toda la documentación en el cajón, con facturas buenas y falsas de los mil millones de pesetas que no aparecen».
– Ansón: «No te llamo para reprenderte y mucho menos para cortarte la cabeza y servírsela en bandeja al individuo en cuestión. Quiero que mañana mismo escribas la segunda parte de esta historia. Así se darán cuenta de que los periodistas somos libres y que ya pasaron a la historia aquellos tiempos de la censura del Ministerio de Información y Turismo».
No hubo más palabras por parte de ninguno de los dos y salí del despacho como un pavo real. No era para menos. Mi director me había defendido porque creía en mi a ciegas y eso era de agradecer. Aquella historia la cuento siempre que doy una charla a alumnos de periodismo, a los que les digo que ahora no van a encontrar ese apoyo en ningún sitio.